Más
capacidad de procesamiento, más ancho de banda, más
líneas de definición; más polígonos,
más píxeles. Más rápido y más
real. "Más" es la palabra mágica que los
fabricantes de hardware prometen en todo momento a sus mejores clientes,
los que exploran la encrucijada entre creación y tecnología.
Y no hay una forma de creatividad digital más obsesionada
con el desarrollo tecnológico que los videojuegos. Una industria
que vive a base de revoluciones cíclicas: las que se producen
cada vez que se lanza al mercado un nuevo procesador o una nueva
generación de superconsolas.
Sin
embargo, en dirección opuesta a esta filosofía existe
todo un movimiento subversivo, una escuela de pensamiento crítico.
Frente a los millones de polígonos por segundo que pueden
generar las consolas de videojuegos de última generación
-suficientes para crear en tiempo real películas que hace
4 años requerían de superordenadores de millones de
dólares-, algunos revindican la estética de los microordenadores
de ocho bits de hace veinte años, los entrañables
MSX, Commodore 64 o ZX Spectrum. Frente al naturalismo exacerbado
del "cada vez más real", la abstracción
y sencillez icónica de juegos míticos como Pong o
Space Invaders. Frente a las PS2, la Xbox y las aceleradoras gráficas,
la flexibilidad de tecnologías asequibles como Flash, Shockwave
o la modificación de juegos comerciales.
Toda
una generación de artistas digitales, creadores de videojuegos
independientes y diseñadores de la información ha
aceptado el reto de superar la obsesión por la tecnología
como única vía hacia nuevos conceptos y estéticas.
Se trata de devolver la forma a sus principios fundamentales, reclamando
los elementos que caracterizan por encima de todo al arte de la
creación de juegos: la atracción de una experiencia,
la jugabilidad, y lo que el escritor británico Stephen Poole
llama "amplification of input"; el placer instantáneo
derivado de conseguir que, con solo pulsar una tecla, ocurran cosas
en el mundo que se encuentra al otro lado de la pantalla.
Superando
y trascendiendo el fetiche tecnológico, la vuelta a los orígenes
tiene una justificación adicional. El repertorio de temas,
motivos y formas que propone cada temporada la industria del ocio
electrónico es cada vez más previsible y cansino.
Salvo excepciones puntuales, las aceleradoras gráficas más
sofisticadas y las consolas de última generación se
utilizan para generar más simuladores de carreras. Más
mansiones góticas y estaciones espaciales. Más pasillos
interminables que recorrer, ametralladora en mano. La industria
que está destinada a suceder a Hollywood como gran proveedora
de entretenimiento de masas no tiene nada que envidiarle a la meca
del cine en conservadurismo creativo y falta de riesgo. Por eso
no es extraño que muchos recordemos la era de las microconsolas
y ordenadores de ocho bits, hace dos décadas, como una edad
de oro en que nos lanzábamos a explorar el mundo contenido
en cada cartucho de Atari 2600 porque nos proponía una experiencia
esencialmente nueva.
No
se trata simplemente de nostalgia, o de la necesidad de revisar
nuestros orígenes. OCHOPOROCHO presenta el trabajo de ocho
creadores que investigan, especulan y asumen riesgos para buscar
entre los restos de la tecnología pasada el sentido de pureza
y de verdad que se asocia a la sencillez y al carácter de
la "mínima expresión".
OCHOPOROCHO
busca también proponer nuevos planteamientos acerca de la
relación entre videojuegos y arte digital. Al principio,
buena parte de los artistas digitales se acercaron al ocio electrónico
con la única intención de modificar títulos
ya existentes para superponerles un discurso político, feminista
o antiglobalizador, despreciando en cierto sentido las cualidades
que convierten a los juegos en una forma de creación autónoma.
Ahora, empiezan a ser frecuentes los casos en los que nombres de
prestigio de la creación digital aceptan el reto de crear
videojuegos desde cero y desde dentro, aceptando las reglas del
género y conviviendo con los títulos que se producen
en la esfera comercial. A la vez, eso si, que introducen nuevas
claves culturales y estéticas.
Enjaulados
en compartimentos estancos durante demasiado tiempo, es posible
que el arte electrónico y los videojuegos estén comenzando
una nueva era en la que no se consideren ya esferas ajenas de la
creación contemporánea, y puedan ser contemplados
como lo que son: un género más de las artes digitales.
El más popular y accesible, sí, pero también
uno de los más relevantes.
PROYECTOS
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